Durante la segunda guerra mundial, cerca de una base militar de Australia, los soldados encontraron a un cachorro de raza kelpie desnutrido y que tenía una pata rota. Se compadecieron de él, y en lugar de sacrificarlo (algo que se hace y se hacía mucho), lo llevaron a la base para cuidarlo y curarlo.
El perrito pasó un tiempo recuperándose de sus huesos rotos y ganando peso. Los soldados le pusieron nombre y lo mimaron como al reyecito. Nadie pensó en adiestrarlo ni nada. A menudo, los perros que se encuentran durante la guerra no son entrenados en modo alguno, sino que sirven como apoyo emocional por el mero hecho de ser perros.
Pero Gunner aprendió por su cuenta. No fue un soldado, fue algo mejor: fue una alarma.
En algún momento entre ataques de los aviones japoneses, el perro comenzó a reconocer el motor de esos aviones desde muy lejos, mucho antes de que ningún humano se diera cuenta. Empezó a ladrar cada vez que los oía, relacionando aquellos motores con peligro. Los que hacían caso a las advertencias de Gunner, descubrieron que tenían casi media hora para prepararse y ponerse a salvo antes de que llegaran los enemigos.
Costó un poco de esfuerzo, pero al final los soldados recibieron permiso oficial para hacer sonar la alarma no cuando veían los aviones a través de los prismáticos, sino cuando Gunner comenzaba a ladrar de aquel modo tan característico.
Incontables vidas se salvaron gracias a los esfuerzos de este perrito abandonado que fue rescatado como un acto de caridad, de empatía. Está claro que los hombres que lo recogieron no pensaban que más tarde Gunner les devolvería el favor con creces.
Marcos Mendoza
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