Buster sirvió en muchos frentes: sirvió en Bosnia, en Afganistán y también en Iraq. Estaba adiestrado para buscar bombas, incluso bajo fuego enemigo. No era un guerrero: su trabajo era evitar muertes.
Pero no solo evitó que sus compañeros soldados pisaran bombas ocultas. En realidad, lo mejor que hizo durante sus años de servicio no estaba en el campo de batalla, sino en la retaguardia, en las tensas pausas, en los improvisados hospitales. Allí, cuando los hombres estaban tensos, esperando el siguiente combate, Buster les daba alivio.
El fiel perro soldado se paseaba por entre los demás, se frotaba contra las piernas y lamía las manos distraídas. Recibía caricias y hacía cabriolas. Arrancaba sonrisas, y a veces también confesiones: por todos era sabido que a menudo los soldados hablaban con él sobre sus miedos e inseguridades, en voz baja, solo para los oídos de un perro que, sin entender nada, en realidad sí entendía.
Buster salvó muchas vidas, y también muchas almas. Muchos de aquellos hombres volvieron a casa porque aquel animal les había mantenido la esperanza.
El sargento Will Barrow era el cuidador de Buster durante la guerra, y cuando se retiró, decidió adoptarlo. Se acabó el servicio de Buster, que ya era mayor, y lo llevó a su nuevo hogar en Lincolnshire, en Inglaterra. Como la mayoría de veteranos, también este perro sufría de estrés post-traumático: una vez en casa, en paz, los ruidos fuertes comenzaron a afectarlo, y nunca pudo superar el temor a los fuegos artificiales.
Pero fue feliz. Buster vivió sus últimos años en un hogar, con una familia, sin guerras ni soldados, pero siempre alegre y bien dispuesto. Murió en casa a la edad de trece años, muy bueno para un perro, y fue despedido con honores.
Marcos Mendoza
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